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Mamen Fuertes. Riapitá

Todos los años ensayaba a conciencia, agarrando con soltura las castañuelas, su actuación en la función de fin de curso. Algeciras ya era entonces un cruce con demasiados caminos, pero seguía siendo el sur de Andalucía, donde el salero es una obligación difícil de esquivar para una niña.

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Hasta el último día Mamen le daba a los palillos, bordando en la castañuela macho la Carretilla –ca, con el dedo meñique; re, con el dedo anular; ti, con el dedo corazón; lla, con el dedo índice–, siguiendo con el Tan en la izquierda, el Tin con la derecha, el Pan haciendo sonar las dos a la vez y, de remate, el alegre posticeo, que es como llaman al sonido que surge de entrechocar las dos castañuelas. Un lío que requiere destreza y al que Mamen se entregaba con seriedad, como una forma de acompasar el ritmo de su corazón con el traqueteo de los trenes que venían de más allá de Bobadilla y tenían en Algeciras su última estación, o como una manera de hacer real el galope de los bandoleros que se acercaban tocando el tambor del llano en los versos de Lorca, o como un intento de armonizar el principio femenino que vibra en la castañuela de la mano izquierda, identificada como hembra, con el principio masculino del macho que se agarra con la derecha. Un lío que Mamen, muy niña y muy seria, manejaba con gracia en los ensayos, como si fuera consciente de que lo que se traía entre manos pendía de un hilo que se alejaba en el tiempo milenios atrás, hasta el paleolítico, cuando un buen día la oferta de ocio se vio alegrada con la ocurrencia de ir un paso más allá del tambor, juntar dos piedras, dos conchas o dos aros de marfil y percutirlos en busca de un ritmo que sirviera a un movimiento más refinado de los cuerpos de la tribu.

Este año sí que sí, se decía Mamen, con el riapitá bien aprendido. Sin embargo, cuando llegaba el momento, vestida ya con sus tacones, su bata de cola y su caracolito de Estrellita Castro en la frente (así me la imagino), la timidez de nuevo la paralizaba y no conseguía salir a escena.

            En la barra de Bodegas Lo Máximo hay una foto en blanco y negro de Mamen con diez años y dos trenzas, junto a su hermano mayor, los dos sentados con pose de estudiosos en un pupitre de clase. La fotografía es magnífica, con su mapa de España a la izquierda, y la supervisión a la derecha de una Marisol prodigiosa que a modo de virgen coronada se aparece en compañía de un niño Jesús en camiseta, como una imagen especular e inversa de los dos hermanos. Si quieren ponerle cara a la niña que tocaba las castañuelas de maravilla pero era incapaz de asomarse al escenario, ahí la tienen. Han pasado cuatro décadas, pero esos ojos observadores y tan vivos y esa mirada distante y a la vez apasionada ya están ahí.

            En su muro de Facebook, entre las fotos que va colgando –las de esta colección, las de sus viajes, las del mar de todos los veranos– se coló no hace mucho una foto de carnet con grapas oxidadas que Mamen fecha en “la movida de los noventa en Granada”. Ahí está, mujer ya, de pelo encrespado y el deseo pintado en la boca entreabierta y en esa camiseta de leopardo que asoma por debajo de la camisa vaquera. Atravesando el aire de sospecha que añade el fotomatón, sus ojos naturales, atentos y distantes, apasionados y amorosos, desmiente su pertenencia a banda armada. Conozco a Mamen desde hace solo dos años, pero estoy convencido de que siempre ha sido una guerrillera entregada a la lucha almada. En Algeciras, Granada o Madrid.

Cuando le toca autorretratarse, Mamen, la que fotografía con naturalidad a la aristocracia lumpen de Lavapiés y a todo aquello que le llama la atención, se escaquea parapetándose tras la cámara, tirando del viejo truco de mirar cuando te miran, hurtando un ojo al objetivo que la enfoca, que es, con espejo de por medio, el de su cámara. Un lío. O una forma de decir, supongo, que ella es más la que ve que la que se deja ver, o mitad y mitad en ese juego de reflejos que se multiplican hasta el infinito. 

            Que Mamen fuera una niña tímida, y en cierto sentido lo siga siendo, no le ha impedido ser una mujer de acción. Tiene un hijo, Simón, que defiende en sus rasgos hermosos el exotismo oriental de la niña que fue su madre. Mamen ha sobrevivido a muchos naufragios sin perder la ternura, y un coro de ángeles caídos en batalla demasiado pronto la acompañan en los malos y en los buenos momentos. Ella sabe lo que es el dolor, convivir con el dolor a diario sin dejarse derrotar, sin que el dolor le impida seguir, por ejemplo, haciendo sus fotos, continuando con este segundo libro su proyecto de retratar el alma de Lavapiés. Un propósito que lleva a cabo renunciando al paisaje y centrándose en el variopinto paisanaje, desde Bodegas Lo Máximo, o, con más precisión, desde el sótano de Lo Máximo, un espacio misterioso, un lugar que pertenece a esa época en la que aún existían los descampados en Madrid.

            Algunos dirán que Bodegas Lo Máximo está en el corazón de Lavapiés. Yo sospecho que Bodegas Lo Máximo es el corazón de Lavapiés. Solo hay que entrar un miércoles por la noche a la hora de los boleros y escuchar esos estribillos de amor que canta Piluka. O dejarse caer por la barra un día cualquiera y ser atendido por las camareras habituales, tan hermosas que brillan en la oscuridad. O por el bello Oche, el camarero que cruza la ciudad a lomos de su monopatín. No siempre a imagen y semejanza de su plantilla –es difícil estar a su altura–, la clientela circula por el bar y casi siempre hay gente que podría ser tu amiga, con la que no te importaría salir de viaje o drogarte. En medio de este corazón palpitante, que a veces, razonablemente estimulado, he llegado a contemplar como un platillo volante a punto de despegar, está Mamen. Los que han podido disfrutar de un miércoles de boleros, la habrán visto en dos canciones –‘Consejo a las mujeres’ y ‘La cama’– agarrar las castañuelas y lanzarse con garbo y poderío a repiquetear a compás, demostrando que los años pasan bien si se es capaz de vencer a los monstruos que de niños nos atemorizan.

Que Mamen te quiera retratar te da acceso a otro nivel, entras a formar parte de una internacional del cariño, una gran familia que el tiempo o eso que llaman gentrificación podrá dispersar, pero de la que quedará al menos esta colección de fotos que nos permitirá recordar –del latín,re-cordis:volver a pasar por el corazón– la época en la que aún nos gustaban los bares nocturnos.

El alma del colorido y barriopintoLavapiés está en las caras de sus moradores, y para que no haya distracciones, Mamen la retrata en blanco y negro. Desde que en las manos tuviera unas castañuelas, resumen sublime de lo femenino y lo masculino, ella sabe que el arte consiste en la síntesis de los contrarios o, al menos, en mostrar con ecuanimidad su lucha, con sus grises matices y sin ocultar el sudor del esfuerzo. Sin prisa pero con determinación, entre luces y sombras, Mamen desenfunda su cámara y dispara. Cuando intuye que ya se ha cobrado su presa se marcha a casa y revela el instante que muestra la eternidad de un gesto único. El blanco y el negro juntos, como dos piedras, dos conchas, dos aros de marfil. Carretilla, Tan, Tin, Pan y alegre posticeo. El alma de Lavapiés, riapitá. 

Fidel Moreno

Director Revista Cáñamo

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